Descalzo entre las espinas

Descalzo entre las espinas

No lloro con facilidad, pero al conocer a Manuel, el protagonista de esta historia, lo hice. Y no sé si por la tristeza que me produjo ver su diminuta figura lacerada por los inclementes trabajos a que era sometido por su padre, o por la alegría de conocer por fin al que, según muchos, era

No lloro con facilidad, pero al conocer a Manuel, el protagonista de esta historia, lo hice. Y no sé si por la tristeza que me produjo ver su diminuta figura lacerada por los inclementes trabajos a que era sometido por su padre, o por la alegría de conocer por fin al que, según muchos, era el mejor jugador infantil de fútbol del mundo.

Crónica:

Por: Fabio Acevedo Hernández

Especial para Perspectiva Global

Trascurría el primer semestre del año 2014 y yo visitaba algunos municipios de Casanare promoviendo un torneo de fútbol de salón que una importante compañía petrolera de la región estaba patrocinando. Al llegar a Pore, un municipio pequeño y con mucha historia, al norte de Casanare, me encontré con don Javier, un dirigente deportivo amigo que, al escuchar de mi proyecto, me habló de un niño llamado Manuel, que según él y todos los que lo habían visto jugar, era el mejor del mundo en su categoría.

Tentado por la curiosidad de conocer al niño, fui a buscarlo al “paradero”, en compañía de don Javier y su pequeño hijo Erikson, que según mis cálculos no tenía más de 12 años y era gran amigo de Manuel, el niño “genio” del fútbol.

El “paradero” era el sitio donde los niños del pueblo se reunían para jugar, después que Manuel terminaba de vender las dos pimpinas con leche que su padre le encomendaba distribuir cada fin de semana en Pore. En realidad, era un lote lleno de malezas, en donde los pequeños improvisaban una cancha con arquerías de piedra y acto seguido, comenzaban a patear un balón de cuero viejo y pinchado.

“Tienes que conocerlo, es muy bueno con el balón. Yo pienso que puede llegar a ser mejor que Falcao en el futuro”, dijo don Javier.

Al llegar al lugar donde los niños jugaban lo reconocí sin que nadie me lo señalara, pero permanecía en silencio esperando que don Javier y su hijo Erikson me dijeran algo.

Manuel era pequeño, flacuchento paliducho. Y en ese momento hacía su mejor esfuerzo para acomodar las pimpinas de lechera vacías, en la montura de un burro negro.

“Mira ese es. Él es Manuel”, me gritó Erickson al tiempo que corría desparpajado a saludar a su amiguito.

Para ser el futuro Falcao es demasiado humilde, pensé al ver sus ropas haraposas y sus pies llenos de cayos, y cortadas que a él parecían no incomodarlo.  Al verme que yo lo seguía con la mirada, se puso frente a mí y como si le estuviera preguntando, me dijo “Soy el niño que mejor juega fútbol en el mundo”.  Yo le respondí con una sonrisa y lo aplaudí.

No será el mejor jugador de fútbol en el mundo, pero si es un personaje muy interesante, pensé. Al tenerlo allí cerca aproveché para   preguntarle sobre su vida, su familia y sus sueños.

Manuel sin mirarme a los ojos y con nerviosismo me contaba su historia mientras trataba de abrochar un botón de su camisa, que nunca pudo abrochar finalmente. Me dijo que tenía 12 años, que era el mayor entre los tres hijos que habían nacido en el hogar conformado por don Gerardo Mancipe y doña Gloria Avendaño. Me contó además que cuando no estaba trabajando en la finca o estudiando, estaba cuidando a sus hermanitos. Los pocos minutos que estuvo respondiendo las preguntas que yo le hacía, me repitió muchas veces que iba a ser mejor que Falcao, su ídolo en el fútbol.

Cada palabra que me pronunciaba estaba llena de inocencia, y cada episodio que me narraba sobre su vida, tenía detrás de sí una historia cargada de trabajo duro, esfuerzo, correazos, restricciones y necesidades. Pero, aun así, sus ojos negros y saltones reflejaban felicidad.

Cuando sus compañeros terminaron de sacar unas botellas que estaban tiradas en la cancha y de medir los arcos dando largas zancadas, Manuel se fue corriendo ante el llamado de ellos que discutían por tenerlo en su equipo.

Lo que no me contó el niño me lo dijo don Javier después, quien conocía a la familia del niño desde hacía varios años.

“Ese niño ahí donde usted lo ve tan chiquito y flacucho, es muy fuerte en el trabajo. Él es el brazo derecho de don Gerardo en la finca. Sus padres son extremadamente estrictos, los castigan por cualquier cosa y le niegan sus espacios de recreación y esparcimiento”, me dijo don Javier.

Me contó además que la jornada del niño cada día comenzaba a las cinco de la mañana. Desde esa hora ayudaba a su papá con el ordeño; luego bombeaba agua para el ganado y se preparaba para ir a la escuela, que le quedaba a una hora de camino.  Y que los fines de semana casi de manera religiosa, acudía al pueblo a vender leche.

Mi charla entre don Javier y yo sobre Manuel terminó cuando empezó el “picadito” que los niños jugaban en la improvisada cancha del “paradero”.

Lo que vi después fue algo increíble. Me di un banquete de buen fútbol. Era cierto lo que me habían dicho de Manuel. Este niño era un verdadero crack.

Manuel tenía excelente dominio del balón, buen regate, calidad para poner los pases y gran olfato goleador. Estábamos realmente viendo el nacimiento de una fulgurante estrella del futbol. Quizá el mejor en la historia, pensé.

“Viste que Manuel juega bastante?”, me gritó Erikson al terminar el partido.

“Ganamos ocho a dos y yo hice todos los goles”, me dijo orgulloso Manuel, mientras se limpiaba la sangre que salía del dedo gordo de su pie derecho.

“Que te pasó?”, le pregunté impresionado por la sangre que no paraba de salir.

“No nada, solo que me lastimé una cortada”, me dijo tras advertirme que no era la única cortada que tenía en sus pies.

“No va a jugar más?”. Le pregunté al verlo que estaba soltando el lazo de su burro que había permanecido amarrado de la estructura de una carrocería vieja, que estaba abandonada cerca al lote donde jugaban.

“No, yo solo juego de nueve a diez, porque debo irme rápido para la finca. Si llego tarde a la casa, mi papá me castiga”, me dijo.

“A la próxima póngase zapatos, para que no se lastime las cortadas”, le dije.

“No tengo zapatos”, me respondió mientras se montaba en su burro y se perdía feliz entre la distancia.

Pensé que no volvería a verlo y sentí nostalgia, pero don Javier me dijo que el niño venía cada fin de semana y que sus amiguitos del pueblo lo esperaban siempre a la misma hora, para jugar con él.

Le propuse a don Javier que conformara con esos niños, un equipo para que participara en el torneo que yo estaba promoviendo.

Él me respondió que sí, que ya lo había pensado.

“Voy a montar un buen equipo. Voy a hablar con el papá de Manuel a ver si lo deja jugar”, me dijo.

“Claro esa es la idea”, le dije.

“Ojalá lo deje porque ese señor es bastante fregado”, me replicó.

Esa mañana y hasta el mediodía, fuimos con don Javier a visitar varios entrenadores de fútbol de salón de Pore, para invitarlos a participar en mi torneo. Ya por la tarde y antes de regresar a Yopal, don Javier me convenció de ir hasta la finca donde vivía Manuel, a contarle lo del torneo y a pedirle permiso para poder tener al niño en el equipo.

Recorrimos sabana adentro más de una hora en la moto de don Javier y por fin llegamos a la humilde casa donde vivía Manuel con sus padres y hermanos.

Don Gerardo papá de Manuel, estaba amolando una macheta en el patio y la señora Gloria picaba topocho cocido para tirarle a las gallinas antes que cayera la noche.

Don Javier que los conocía los saludó y me presentó con ellos.  Luego mientras tomábamos guarapo en unas totumas, les comentamos el motivo de nuestra visita, pero a ellos pareció no interesarles. Al preguntarles por Manuel nos dijeron que estaba en el potrero recogiendo los terneros.

Fuimos con don Javier a buscarlo y lo encontramos descalzo entre las espinas, correteando los becerros para enchiquerarlos. Al vernos nos sonrió y saludó a lo lejos, pero siguió con su trabajo.

Montados en el corral, don Javier y yo observamos la destreza que Manuel tenía para correr descalzo y con heridas en sus pies, sin inmutarse.  Lo esperamos hasta que encerró el último becerro, y fuimos a hablarle mientras él curaba el ombligo al ternerito que había nacido el día anterior.

“Cuánto calzas?”, le pregunté.

No sé, las cotizas que tengo para ir a la escuela son 38 o 39”, respondió sin mirarme.

Camino a su casa, nos pidió que no le contáramos a sus padres que lo habíamos visto jugar pelota en el pueblo. Dijo que, si ellos se enteraban, lo castigaban.

Nos miramos con cara de culpa, porque la advertencia del niño nos había llegado demasiado tarde. Nosotros ya le habíamos comentado del tema a don Gerardo y doña Gloria minutos atrás. Sin embargo, no le dijimos nada a Manuel. Los dos callamos confiando que no lo castigaran.

Ya de regreso a la casa de Manuel, los tres caminábamos a paso largo acosados por el sol “picante” que nos quemaba, mientras empezaba a ponerse en el horizonte y por el fastidio que nos producían los mosquitos que caían sobre nuestras caras. De repente el niño salió corriendo y detrás de él su perro, del que nunca supe su nombre. Era blanco y tenía machas negras y amarillas por todo su cuerpo. Era tan vivaz como Manuel y se veían cómplices y buenos amigos.  Su estampida fue tan contundente que llegaron antes que don Javier y yo, a la casa.

Antes de despedirnos don Javier le recordó a don Gerardo la intención que tenía de incluir a su hijo en el equipo para el torneo que yo promovía.

“Si juegan los fines de semana, sí le damos el permiso. Entre semana es difícil, porque él tiene que ayudar con los oficios de la casa y además tiene escuela”, dijo don Gerardo. Ante la posibilidad que el señor nos planteaba, les explicamos detalladamente los tiempos y la metodología del torneo, y dejamos todo claro. Allí mismo se acordó que Manuel participaría en el torneo.

Ocho días después regresé a Pore, porque don Javier me avisó que tendrían un partido amistoso con otro equipo del pueblo.

Ese día al llegar a Pore me acerqué a don Gerardo y le entregué unos zapatos tenis y unas medias deportivas que le había llevado a Manuel.

“Son para su hijo”, le dije.

Él me agradeció y llamó al niño que ya estaba en la cancha dispuesto a jugar, pero descalzo.

“Mira, se los trajo el periodista”, le dijo don Gerardo.

Manuel agachó la cabeza y no dijo nada. Ni siquiera me agradeció.

“Póntelos para que juegues calzado”, le dije.

“No, después”, me respondió sin mirarme a la cara.

“Pero no te dejarán jugar descalzo”, le insistí.

El niño se acercó a mí y me miró con desprecio. Me recriminó que por mi culpa su padre lo había castigado el otro día cuando fuimos a la finca.

De inmediato comprendí que el castigo había sido por haberle dicho a don Gerardo que lo habíamos visto jugar en Pore.  Le presenté disculpas y le dije que no sabía que su padre se enojaría por eso. Le aclaré que ese día cuando él nos advirtió que no dijéramos nada, ya nosotros le habíamos contado a sus padres que lo habíamos visto jugar. Le dejé claro que había sido sin mala intención.

Tras la insistencia de su padre y su entrenador, finalmente Manuel se calzó los tenis y entró a la cancha, en medio de la expectativa de todos los que lo apoyábamos. Sabíamos que esa era la oportunidad para que dejara claro que era muy bueno jugando pelota.

Desde el comienzo del partido, el niño se vio incómodo en la cancha. No podía acomodarse a los zapatos, se caía constantemente y caminaba con dificultad.

Me sentí muy triste al ver la actitud de Manuel. Pensábamos que era pánico escénico por estar debutando en un partido con árbitro y con tanta gente observándolo. En muchos pasajes del encuentro le dijo a don Javier que quería salirse de la cancha y hasta lo vimos llorar de impotencia.

Al finalizar el primer tiempo, el equipo de Manuel perdía cuatro goles a cero y obviamente el ambiente no era el mejor.

Mientras don Javier trataba de subirles la moral a los jugadores de su equipo, don Gerardo regañaba a Manuel.

“Pensé que de verdad usted sabia jugar, pero no haces ni mierda”, le gritaba, mientras Manuel lloraba desconsoladamente.

Al ver la tristeza de Manuel, me acerqué a él y le hablé.

“Recuerda que eres el mejor jugador del mundo”, le dije.

Manuel me miró con odio, como culpándome por todo lo que pasaba allá en la cancha.

“Por qué estás jugando tan mal?”, le dije.

“Por todo”, me respondió secándose las lágrimas, con rabia.

“Que es todo”, le insistí.

“El árbitro, la cancha, los zapatos. Por todo eso”, volvió a responderme mientras chupaba con ansiedad una bolsa con agua.

De repente se me vino una idea, que, aunque sabía que no era la más decente y técnica, por lo menos salvaría ese día la participación de Manuel en el partido.

“Quieres jugar descalzo”, le pregunté.

“Ya que más da, si vamos perdiendo”, me reprochó.

“Quieres o no?”, le insistí.

Por primera vez me miró a la cara y me respondió:

“Si el árbitro me deja, sí”.

Entonces me acerqué al árbitro y le comenté lo que estaba pasando.

“Hoy se lo permito, porque es un partido amistoso, pero para la próxima no le permitiré eso. Tiene que acostumbrarse a jugar calzado”, me respondió el juez.

Minutos después, Manuel se encontraba en la cancha jugando descalzo como siempre lo había hecho. Estaba ya cómodo y feliz.  Jugaba como un crack y con su aporte, el equipo remontó y logró ganar seis goles a cuatro. Fue un segundo tiempo de ensueño. Manuel marcó todos los goles, salió en medio de aplausos y fue la estrella del partido. Sus amigos lo sacaron en hombros y don Gerardo estaba feliz y por fin se le veía sonreír.

En medio de la euforia me di cuenta que los tenis que yo le había regalado a Manuel se habían quedado tirados en las graderías del coliseo. Entonces fui y los recogí y se los entregué a Manuel, que en ese momento se encontraba en los brazos de su orgulloso padre.

“Llévatelos, sé que te van a servir”, le dije golpeando suavemente el hombro, al héroe del momento.

Manuel me miró y sonrió con picardía como agradeciendo mi complicidad, pero no dijo nada. Estaba feliz por la revancha que le había dado la vida en el segundo tiempo, pero estaba claro que no quería saber nada de los zapatos.

“No se preocupe, yo los llevo. Cuando se le pase la terquedad a este muchacho se los va a poner, se lo aseguro”, me dijo don Gerardo recibiéndome los tenis con un gesto de gratitud. Luego se despidieron y los vi salir felices y orgullosos del coliseo. Afuera los esperaba el burro negro que los llevaría hasta la finca.

Dos semanas después en Yopal, mientras me encontraba en mi sitio de trabajo, recibí la visita de don Javier. Allí el entrenador de Manuel me entregó un papel arrugado y escrito con tinta roja y letra no muy clara que decía: “Gracias por apoyarme señor periodista. Ya no viviré más en Pore, porque nos tocó mudarnos para Villavicencio. Y gracias por los zapatos, finalmente me los puse.  Ya estoy aprendiendo a jugar con ellos.  Y recuerde que voy a ser mejor que Falcao”.

Al leer la nota que el niño me dejó con don Javier, no supe si llorar de alegría o nostalgia como la primera vez que lo vi. Varias lagrimas rodaron por mis mejillas, pero en el fondo de mi ser me sentía tranquilo, porque sabía que en el futuro Manuel podría lograr sus sueños en otro lugar. Tiempo después me enteré que la salida intempestivamente de Manuel de la región de Pore, obedeció a un desplazamiento obligado, provocado por el accionar de grupos al margen de la ley que operaban en la zona.

Desde ese entonces y tras perder la pista de Manuel y su familia, sigo esperando poder escuchar el nombre del niño en algún medio de comunicación.

Yo también se, que él será mejor que Falcao. Y que lo veré triunfar en algún estadio importante de Colombia y el mundo, y no corriendo descalzo entre las espinas.

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