DE CUANDO VENDÍ CHANCE EN YOPAL

DE CUANDO VENDÍ CHANCE EN YOPAL

Por Juan Carlos Niño Niño Un hombre adusto, impecablemente vestido, que detrás de un monumental escritorio atendía los innumerables requerimientos de su empresa -con total seriedad y sin el menor asomo de una sonrisa- se quedó viéndome a los ojos y sin pestañear al pedirle con timidez de adolescente una oportunidad de trabajo. Era don

Por Juan Carlos Niño Niño

Un hombre adusto, impecablemente vestido, que detrás de un monumental escritorio atendía los innumerables requerimientos de su empresa -con total seriedad y sin el menor asomo de una sonrisa- se quedó viéndome a los ojos y sin pestañear al pedirle con timidez de adolescente una oportunidad de trabajo.

Era don Luis Carlos Vargas Rodríguez (QEPD). Gerente de la desaparecida “Apuestas Casanare Chance”, quien accedió con ciertas dudas a nombrarme vendedor de Chance, no sin antes advertir que por ahora solo podía darme el talonario “amarillo”, con menos planillas y menor cuantía para apostar, porque el talonario “rosado” con “escarcha”, estaba reservado para vendedores “experimentados”, con mucha habilidad y experiencia, quienes eran capaces de agotar el mismo en una sola mañana.

Sería el inicio de un recorrido a pie -constante y sin descanso- de cada calle, rincón, establecimiento, cuando los aires de navidad se apoderaban de esta mágica y pequeña población -escuchando en todas partes “Cali Pachanguero” del Grupo Niche y “A lo largo de Camino” de Reynaldo Armas- sin importar la polvareda de sus calles destapadas, ni el inclemente sol al mediodía, ofreciendo con entusiasmo y alegría infantil:

¿Compra chance? Entre los que convencí está “Don Pablo” (QEPD) de la Droguería Yopal, quien de manera respetuosa -como todos los actos de su vida- se hizo a un chance de 100 pesos, y a pesar de advertir el temblor en mis manos cuando diligenciaba la pequeña panilla, con el temor de arruinar mi primera venta con un número mal escrito, que el carácter y la rigurosidad de Don Carlos no tardaría en reconocer.

Este fue mi primer trabajo, en contacto directo con la gente -convirtiéndose en un antecedente de mi ejercicio periodístico- conociendo a todo tipo de gente, tanto amable como descortés, con reacciones de solidaridad y a la vez de desdén, como cuando me atreví a ofrecerle chance a Don Chepe (QEPD), en su negocio de cilindros y repuestos -en la calle novena, frente al ahora Parque La Estancia- quien sentado en una silla alta, detrás de un mostrador, con su impecable camisa blanca de paño y su abundante cabellera canosa, me gritó con una autoritaria voz de burgués: ¡Póngase a hacer algo que sirva! A lo que me sorprendí contestándole -con la gallardía que me estaba dando el oficio- ¡Yo vendo sueños, usted cilindros viejos!

En la esquina de la calle novena con carrera 20, estaba un almacén de víveres, rancho y licor, que atendía un individuo de avanzada edad, con rudo acento boyacense, quien animadamente conversaba con dos clientes, a lo que no dudé en entrar y ofrecerles el chance, que llamó la atención a uno de éstos, preguntándome sobre las diversas formas de jugar, pero que fue interrumpido por el tendero, argumentado que “estos chinos no traen buena suerte, eso es perder la plata, hay que comprarle a chanceros experimentados”, y cuando el interesado estaba a punto de desistir, el tercer individuo -con cientos de cachivaches colgados al cuello para vender- aseguró con elocuencia que “este muchacho trae muy buena suerte, ha vendido tres premios gordos… Yo le compraría a ojo cerrado”.

A los tres individuos terminé por hacerles el chance. Estaba estupefacto. Nunca había visto al vendedor de cachivaches, ni mucho menos había vendido esos “tres premios gordos”. Al salir del establecimiento, lo volteé a ver por curiosidad, quien me guiñó el ojo con una amplia sonrisa y suma complicidad. Todo había sido una genial y oportuna invención suya, para que me compraran el producto.

Esos “experimentados” vendedores de chance tenían tan acaparado el mercado, que varias veces les vi vender chance del costoso talonario rosado a muchas personas, que siempre se negaron una y otra vez a hacerme el chance, lo que se entendía porque estos vendedores eras muy talentosos, se convertían en asesores del cliente, manejaban a la perfección la estadística de los números ganadores más frecuentes, incluso  recomendaban con minuciosidad cómo seleccionar los cuatro números, y hasta se decía que -a espaldas de Don Carlos- recibieron una completa instrucción de un parasicólogo caleño, quien manejaba un acertado cálculo matemático para predecir los resultados de las loterías, que eran los mismos de Apuestas Casanare Chance.

Con el ánimo de abrir nuevos mercados, decidí caminar y caminar, -sin tregua alguna- hasta las afueras de Yopal, en medio del inmenso cielo azul y el inclemente rayo de sol, amainado por la constante brisa de diciembre, hasta encontrarme con varios campamentos de la compañía petrolera  Elf Aquitaine, en donde nunca habían llegado un vendedor de chance, logrando una extraordinaria venta de cinco mil pesos, en medio del entusiasmo y solidaridad de los trabajadores -quienes me preparaban sendos vasos de agua con panela, para contrarrestar el cansancio y la insolación- convirtiéndose mi oficio en un momento de esparcimiento y entretención para ellos, y un motivo de alegría porque se acercaba el pago de mi primera quincena, con el que compraría el cassette original del primer disco de rock de Pedrito Fernández: “Coqueta” (CBS -1984).

A las seis de la tarde, estaba haciendo fila para que me revisaran las ventas en las instalaciones de la empresa –un pequeño garaje en bajada que quedaba exactamente en el ahora Camarón Rojo-  rogando a Dios que lo revisara Milton, un hermano menor de Don Carlos -un joven alto y delgado, bastante parecido al personaje Archie de la conocida historieta- que tenía la suficiente paciencia y conmiseración a mis errores al diligenciar los boletos, en donde sus llamados de atención no pasaban de hacerme prometer en no volver a cometer los mismos.

Con la llegada de la Navidad, Don Carlos nos reunió a los empleados, entregando gigantescas anchetas a los experimentados vendedores, reservando una pequeña para mí -apartada de las demás en un rincón- que no dudé en llevar corriendo y con mucho entusiasmo a mi madre, quien corrió a refugiarse en la habitación, para llorar de manera desconsolada por mi inesperado aporte -como me lo confesó años más tarde- debido en ese entonces a la precariedad económica de mis padres.

Coletilla. A principios de la década pasada, cuando me desempeñé como jefe de prensa de la Gobernación de Casanare, salí a almorzar y me encontré con don Carlos, quien para la época manejaba un negocio de celulares.

No era el mismo de antes. Su carácter y autoridad era parte del pasado, por lo que me invadió una profunda tristeza y nostalgia, extrañando sus regaños cuando diligenciaba mal el talonario del chance.

A preguntarle por su amada “Apuestas Casanare Chance”, me contestó con la nobleza de una sonrisa infantil, que una nueva legislación acabó con esta pequeña empresa, y dio paso a los grandes monopolios del resto de País.

Descanse en paz, Don Carlos, mi primer jefe. Amén.

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