Por: Juan Carlos Niño Niño Al aproximarse la medianoche, el entonces secretario general de la Cámara de Representantes Jorge Humberto Mantilla Serrano, terminó de revisar con suma minuciosidad -en la soledad de su inmenso despacho del republicano y neoclásico Capitolio Nacional- el cúmulo de conciliaciones y proyectos de ley, tan frecuentes en el huracán legislativo
Por: Juan Carlos Niño Niño
Al aproximarse la medianoche, el entonces secretario general de la Cámara de Representantes Jorge Humberto Mantilla Serrano, terminó de revisar con suma minuciosidad -en la soledad de su inmenso despacho del republicano y neoclásico Capitolio Nacional- el cúmulo de conciliaciones y proyectos de ley, tan frecuentes en el huracán legislativo de diciembre, cuando termina el primer periodo de la legislatura.
El notario legislativo era un hombre de edad y estatura mediana, tez blanca, totalmente tranquilo, casi bondadoso -sin dejar el timbre santandereano- en donde su leve sonrisa armonizaba con el brillo de sus diminutos ojos negros y su mediana calvicie, quien después de ejercer como Representante conservador, fue el haz de esta colectividad para el cargo de secretario general en la Cámara.
No era un individuo pretensioso. El cargo lo ejercía con extrema sencillez -incluso su traje de paño- y lo caracterizaba una total sensatez a la hora de tomar decisiones, hasta tal punto que al entrar la noche, no tuvo inconveniente en dejar que su equipo se fuera a descansar; e incluso al finalizar esa dispendiosa labor de revisar los textos aprobados en Plenaria, le pidió por el celular a su grupo de seguridad, que no se tomaran el trabajo de entrar al Capitolio, sino que saldría en unos minutos para encontrarse con éste al frente del Colegio San Bartolomé, en donde estaba estacionada su camioneta, más exactamente en la calle 8 –entre carrera séptima y octava- a unos cien (100) metros del Palacio de San Carlos y el Teatro Colón.
Al salir de la Secretaría y tomar el pasillo de salida, sintió un frío inusual y penetrante, que no dependía solo de las terribles bajas temperaturas de Bogotá -estaba seguro- sino el de una energía autónoma y diabólica, que de manera inmediata y agresiva penetraba hasta lo más recóndito de sus huesos, lo que sin duda lo llenó de inquietud y algo de nerviosismo, hasta tal punto que se arrepintió de no haber permitido que su Seguridad lo recogiera en su Despacho, aún más cuando evocó una de sus tantas lecturas sobre las historias del Capitolio Nacional, que fue en el Virreinato la temida y escalofriante “Cárcel Mayor”, convertida en un centro de tortura y antesala de quienes serían fusilados en la Plaza de Bolívar.
Al continuar por el pasillo -una vez se compuso de la turbación- se tranquilizó al ver al fondo a un miembro de la Policía, recostado, con un codo, sobre una reja blanca -que se interponía al Patio Mosquera- con una mirada perdida a su derecha, como esperando que alguien saliera de la Cabina de Sonido del Salón Elíptico –a veinte (20) metros- en donde sesiona la Plenaria de la Cámara, y en ciertos casos el Congreso en Pleno.
Al aproximarse al sujeto, Mantilla se percató -en cuestión de segundos- que lucía un antiguo uniforme y boina de color marrón –se descontinuó en 1992- incluso anterior al que reemplazó el presidente Iván Duque al terminar su Gobierno, a lo que decidió saludarlo con suma amabilidad, antes de virar a su derecha, para salir por la Portería occidental del Capitolio Nacional:
-Buenas noches, Señor – le dijo con su agudo, pero amable acento santandereano.
El individuo no respondió el saludo, sino que se limitó a bajar la cabeza y mirar ahora fijamente el suelo, lo que de alguna manera indispuso al secretario Mantilla, quien, aterrado por la falta de educación del individuo, decidió para sus adentros interponer la queja en la mañana al comandante de la Policía en el Congreso, al suponer que era su actitud constante con todo el mundo en el legislativo, y no iba a permitir que eso enlodara aún más la maltrecha imagen del Congreso.
La portería electrónica estaba desierta, por lo que Mantilla supuso que el sujeto no había tenido inconveniente en prestar guardia a casi diez (10) metros de la misma -un motivo más para presentar su queja al comandante- pero fiel a su carácter práctico y amable, decidió olvidar el asunto, sacó su credencial de funcionario, la deslizó por el lector electrónico y aceleró el paso, cuando sintió una vez más ese inusual y penetrante frío, que sin piedad le trituraba hasta el último hueso.
Al dar unos pasos más -entre las monumentales columnas de la fachada del Capitolio- no resistió el deseo de volverse a ver al descortés policía -desde afuera- quedando estupefacto porque ahora no estaba recostado sobre la reja blanca, a lo que -en lugar de salir- volteó a la derecha para adentrarse en el Patio Tomás Cipriano de Mosquera, y recorrió con la mirada el pasillo interior –interpuesto por esa reja- que rodeaba la mencionada Plaza, y el área posterior con las plantas de Cámara y Senado -que divide en partes iguales el Capitolio- quedando aún más desconcertado, porque no vio al mencionado sujeto por ninguna parte.
La incertidumbre sumió en la desesperación a Mantilla, por lo que sacó la credencial para entrar nuevamente al Capitolio, y se dedicó a buscar al Policía por el pasillo interior de la Cámara –pasando por Secretaría General, el Salón Luis Carlos Galán y la gigantesca entrada del Salón Elíptico- sin importarle el ambiente tenebroso y semioscuro del Capitolio, teniendo además la osadía de subir al segundo piso -al fondo por las amplias escaleras con tapete rojo- recorriendo el largo pasillo contiguo a Presidencia y Vicepresidencias, hasta salir al pasillo que daba al balcón interior, que permitía revisar ahora la “panorámica” del Patio Mosquera, incluso saliendo a una de las ventanas desnudas del Capitolio, desde donde se veía la Plaza de Bolívar –consolada ésta por unas tímidas luces de Navidad, ante el implacable y reciente tempestad- para concluir ahora que no quedaba rastro alguno del individuo ¡Se lo había tragado la tierra!
De repente, Mantilla sintió una vez más ese frío inusual y penetrante –propiciado por esa energía agresiva y diabólica- apoderándose de él un inmanejable y creciente miedo, apresurándose entonces a bajar por las amplias escaleras con tapete rojo –estas contiguas a la fachada del Congreso- encontrándose en el primer piso de nuevo con la mencionada Portería occidental, en donde esta vez sí se encontraba prestando guardia un Policía, al que no dudó en preguntarle de inmediato por el desaparecido sujeto.
-Doctor Mantilla –le respondió- Soy la única persona que está prestando guardia, no tengo a ningún compañero a estas altas horas de la noche, y no me encontró hace unos minutos, porque salí un momento a la Plaza de Bolívar, para conseguir un tinto y un cigarrillo ¡El frío me está matando!
– No puede ser -le dijo- acabo de ver a un compañero suyo recostado sobre esa reja blanca.
– Créame, Doctor. Estoy solo.
Entonces, el Policía se quedó pensando unos instantes, y con preocupación le preguntó:
– Doctor ¿Cómo era ese sujeto?
Al contarle Mantilla que el individuo vestía un antiguo uniforme y boina de color marrón, el rostro del Policía se transformó y sin mediar palabra decidió acompañarlo hasta el Colegio San Bartolomé, y en el transcurso del trayecto -antes de terminar de cruzar la columnata de la fachada del Capitolio- el Policía inesperadamente paró, y en voz baja –casi en secreto- le dijo que se trataba del “Policía de Kennedy”.
– ¿Cual Policía de Kennedy?
– El “Policía de Kennedy” era un compañero que a principios de los ochenta montaba guardia en esta portería, y una medianoche tan fría y lluviosa como ésta, entregó el turno y bajó a la Carrera Décima a tomar un bus para el Barrio Kennedy, con tan mala suerte que al llegar a su casa, un par de sujetos lo acribillaron –sin darle tiempo de reaccionar- y al parecer sabían desde hacía tiempo que siempre llegaba a estas horas con su arma de dotación, porque al fin y al cabo –dicen- fue no le robaron nada más.
Le contó también que desde ese tiempo veían el “fantasma” de ese Policía, porque al parecer estaba bien apegado al Capitolio –siempre se negó a cualquier traslado- casi siempre montando guardia en esta portería o recostado en cualquier parte de la reja blanca, por lo que sus compañeros están acostumbrados a su presencia –él nunca lo había visto- y hasta de vez en cuando le ofrecen un “cigarro”, a lo que nunca responde y se pierde rápidamente por entre el pasillo interior de la Cámara.
Mantilla volvió a sentir ese frío inusual y penetrante –propiciado por esa energía agresiva y diabólica-y no resistió nuevamente el deseo de volverse a ver -desde afuera- al sitio donde vio recostado al Policía de Kennedy, para verlo esta vez apartarse de la reja y adentrase por el pasillo de la Cámara, como exactamente se lo acababa de describir el Policía.
Coletilla. El Capitolio Nacional nunca ha estado exento de historias de ultratumba, incluso algunos aseguran que la asesora del entonces del Representante Simón Gaviria -tenía su oficina en el Capitolio- también se quedó una vez trabajando hasta altas horas de la noche, y de un momento a otro una fuerza invisible empezó a tirarle con violencia todo tipo de cosas que estaban en su escritorio, saliendo a toda prisa y aterrorizada de ese Despacho, incluso sintiendo que la persiguieron por el largo pasillo interior –segundo piso- y que solo paró cuando logró tomas las amplias escaleras con tapete rojo, contiguas a la imponente y majestuosa fachada del Congreso de la República.
Mi gratitud con el Exsecretario General Humberto Mantilla, quien después de varios años sin tener contacto con él, atendió con prontitud y amabilidad mi llamada, contando con generosidad nuevamente su experiencia, sin tener inconveniente en que se revelara su nombre en esta COLUMNA, como el “afortunado” protagonista de esta historia de suspenso y terror, dando fe sobre la veracidad y autenticidad del mencionado relato.
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